José María Manzanares: «No soy copia de nada»

Manzanares empezó estudiando la carrera de Veterinaria en Cáceres y un día, a sus 18 ó 19 años, decidió dar el paso y decirle a sus padres que lo dejaba todo y se hacía torero.

CRISTINA ALCARAZ. MÁLAGA «Mis primeros recuerdos del toreo los tengo de niño, de los viajes con mi padre. Me encantaba todo aquello, dormir en el coche, estar con él; era una época muy bonita.

Después el tiempo fue pasando y pienso que nadie se esperaba que yo a los 18 ó 19 años tomara la decisión de ser torero. Lo cierto es que en mi casa jamás ni me han inculcado ni me han alejado del mundo del toro, nadie ha influido en mi decisión final, pero es verdad que sí pensaban que alguno de nosotros podía ser torero, quizás ése fuera mi hermano Manolito, que siempre estaba toreando de salón y con los trastos. De mí no creo que se lo esperara nadie realmente.

Recuerdo que la primera vez que me puse delante de un toro fue en el campo, en la casa de Nazario Ibáñez. Allí estaba el maestro Enrique Ponce y por primera vez toreé un utrero, un novillo más gordo, de los que se lidian en las novilladas picadas. Ahí no había tomado aún ni la decisión de ser torero. La sensación fue rara. Se pasaba mucho más miedo del que yo pensaba e imponía la profundidad con la que embestía el novillo. No tenía nada que ver con las vacas, pero la verdad es que me gustó cómo me sentí ese día.

Veterinaria en Cáceres. Un año después de aquel día, fue cuando decidí realmente dedicarme a esto. Eso es algo que te piensas mucho, no es una decisión que tomes de buenas a primeras. Además, yo estaba estudiando en Cáceres la carrera de Veterinaria, porque a mí me gustan mucho los animales, desde pequeño y siempre he querido tener un animal al lado. Quizás por temor o por respeto, no sé, fui retrasando mi decisión de dedicarme a esto. Es más, la carrera de Veterinaria me gustaba y me llenaba, pero un día, sin un detonante previo, decidí dejarlo todo y dar el paso de dedicarme al toreo. Verdaderamente, fue algo muy fuerte porque iba a condicionar toda mi vida. Iba a cambiar todo lo que tenía hasta entonces, iba a revolucionar todo mi mundo. Por ello tuve que pensarlo muy bien y plantearme si valía la pena todo el sacrificio que tiene esta profesión. Tanto entrenamiento, tanta lucha, tanto tiempo alejado de mis seres queridos, de mis amigos… Aunque lo cierto es que el toro luego te devuelve todo eso en satisfacción cuando las cosas salen bien.

Comunicar la decisión. Yo me lo planteé seriamente y se lo comenté a la gente de mi alrededor; primero, a mi madre y después, a mi padre. A ella le dio un poco de tristeza, la pobre lo debió de pasar mal y la comprendo, toda la vida sufriendo con un marido torero y ahora también un hijo… Asumir aquella noticia no debió de ser fácil. Ahora, ella está orgullosa de mí y sabe que hago lo que me gusta, que estoy feliz y entonces ella también lo está. Para ella es, sin duda, siempre la primera llamada cuando llego al hotel después de la corrida.         Decírselo a mi padre fue otra cosa, un paso más difícil, me lo pensé mucho. Daba mucho respeto por todo lo que él era en el toreo, y no tenía muy claro cómo se lo iba a tomar. Recuerdo los nervios que tenía cuando se lo dije. Sin embargo, su reacción fue muy buena. En cuanto lo hablamos nos pusimos a trabajar. En realidad, tampoco es que tuviera que explicarle muchas cosas a mi padre. De él he interiorizado los consejos más valiosos de todos los que me han podido dar en este mundo; de mi padre y de los compañeros, de los que también se aprende mucho.

En el 2001, en Campotejar llegó uno de los momentos que más tengo grabados en la mente de mi vida taurina: la primera vez que toreé en público. Aquello me impresionó mucho y no lo olvidaré.

Aquellos eran años de mucha ilusión, todo era nuevo para mí, aunque lo hubiera vivido desde pequeño es muy distinto cuando lo vives en primera persona. Además, por muy hijo de torero que seas, si no funcionas en la plaza, los apellidos no sirven para nada. Era todo como un reto.

La felicidad del torero. Ahora las sensaciones son muy diferentes; busco mi felicidad delante del toro. Me busco a mí mismo interiormente, quiero sacar todo eso que llevo dentro y que aún no ha salido; fraguar mi personalidad, mi toreo. El torero va evolucionando conforme va ganando en experiencia y en madurez. Y ahora busco estar feliz delante de la cara del toro. Aunque, por supuesto, siempre tengo en la mente triunfar todos los días.Vivo con esa presión, con esa exigencia; pero también es cierto que yo me enfoco más en disfrutar todos los días, ni siquiera ya tengo la presión de tener que agradar a los demás. Intento ser yo mismo. Está claro que siempre me he fijado en mi padre, para mí ha sido el mejor, pero luego a la hora de interpretar he tenido mi propia personalidad y he intentado que todo el mundo vea que no soy copia de nada. Hoy en día ya nadie me ve como el hijo de, que es lo que nos pasa siempre a los hijos de los toreros, que todo el mundo nos compara.

El día de la corrida. Las horas antes de vestirme de luces me gusta estar solo, concentrado en lo que puede ser la tarde. Los días de corrida son diferentes. Aunque no tenga ningún momento realmente malo, que desearía no vivir, sí es cierto que desde que te levantas, cada momento tiene su algo especial. Por ejemplo, cuando viene la cuadrilla del sorteo y te dice el lote que te ha tocado y te explican cómo son los toros que tendrás que lidiar esa tarde. Después de comer, en la siesta, uno no para de darle vueltas a la cabeza imaginándose faenas, en cómo será la tarde. Luego vienen las emociones más fuertes, cuando uno empieza a vestirse de torero, que es cuando te das cuenta ya físicamente de que el momento está cerca y ya el miedo se instala dentro. Cuando las cosas salen bien llega la recompensa, la satisfacción personal. Pero cuando no salen las cosas, se siente mucha tristeza. Yo me pongo de mal humor, me vengo un poco abajo, realmente hay que tener mucha fuerza mental para seguir adelante».

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