Despacio, como todo en la vida, así es el toreo bueno. Así fue el toreo de José María Manzanares, ilustre continuador de un matador que hace un año dibujó sus muletazos finales en la Maestranza. Sabíamos que el palo había dado una buena astilla, sólo faltaba confirmarlo. Y el día señalado llegó, salió el toro Encendido, nombre ilustre en la ganadería de Zalduendo, y se produjo el milagro maravilloso del toreo eterno. En el sexto firmó Manzanares una obra inolvidable. Despacio lo hizo todo. Ya se atisbó que había toro y torero en los lances a la verónica del saludo. Mejor aún en las chicuelinas en recuerdo a su señor padre, contestadas por otras de Morante en una reedición clásica del quite del perdón. Y despacio fue toda la faena de muleta. Manzanares se fue al platillo de la plaza consciente de la calidad del toro. Florecieron muletazos limpios, de muleta tersa, de torero erguido acompañando con el pecho el camino del astado, todo muy despacio, todo medido y sentido, gozando el placer de torear y haciéndolo sentir a todos los afortunados presentes en la Maestranza. Fue una faena de sabor a canela, para degustarla despacio, para recordarla siempre. Cuando se echó la muleta a la izquierda, Manzanares dibujó la vieja estampa del torero clásico. Tomó la muleta por el centro del estaquillador y mantuvo la espada paralela a su pierna. El natural fue otro poema cantado con solemnidad. Antes, un cambio de mano fue la cumbre de la corrida y de muchas más. Fue la apoteosis de la lentitud y el comienzo del delirio. Y también fue una faena justa y medida en el tiempo, rematada de una estocada. Dos orejas. Lo de siempre, ¿se puede valorar en despojos una obra de arte? Todo esto ocurrió en el sexto y llenó toda la corrida. Antes, se había deslizado peligrosamente por una pendiente que la pudo llevar a la nada. Fernando Domecq envió una corrida muy desigual. El tercero y el cuarto no debieron saltar al ruedo. El primero era muy feo, lo mismo que el muy embastecido segundo. Por fortuna el ganadero de Zalduendo alivió su feria con dos toros de nota: quinto y sexto. Se impone un criterio más uniforme en la presentación del toro. Esta corrida no puede ser modelo para Sevilla, tanto por su desigualdad como por la poca presencia de algunas reses. La imagen del tercero, escurrío de atrás, el típico culipollo, no es buena para que se difunda por todo el mundo. Manzanares se había estrellado con el tercero, animal chico, flojo y descastado. Algo parecido le pasó a El Juli con el segundo, un toro que no resistió los intentos de pases profundos del madrileño. En la plaza estaba Morante de la Puebla. A nadie deja indiferente. Bien vestido de torero, el artista tropezó primero con un toro corto de cuello, bizco del derecho y feo hasta decir basta. No fue mal toro, de hecho Morante le hizo dos quites con el capote y dibujó pases de gran belleza plástica. Pero faltó acoplamiento; o sobraron enganchones. El público, que espera el todo, no se conformó con medias tintas. Y las opiniones se dividieron, pero en el buen sentido de la palabra. Tampoco pudo ser con el cuarto. El torero anduvo ceremonioso y contemplativo, la realidad es que apenas le dio algunos pases sueltos. Muy poco para lo que la gente espera. La tarde se vino arriba en el quinto. Este toro castaño de Zalduendo fue perfectamente lidiado por la cuadrilla de El Juli. Se le cuidó en varas, algo que en el fondo no deja de ser lastimoso, pero que permitió que el animal llegara con viveza a la muleta. La brega de Escobar fue perfecta y el toro se dejó torear por El Juli que puso su máquina a funcionar en tandas sobre ambos pitones de corte excelente, temple infinito y dominio apabullante de la situación. Torero rotundo y en perfecto estado de forma. Lo mató mejor que al segundo y se llevó una oreja. A la tarde le quedaba todavía el último acto, el cierre final para el recuerdo, la faena a cámara lenta del hijo del maestro de Alicante. El padre puede estar satisfecho; la genética ha funcionado. El hijo debe sentirse poseedor de un gusto torero propio de privilegiados. Todo esto y muchos buenos banderilleros le dieron contenido a una tarde que se salvó en dos toros, sobre todo el que cerró la ceremonia, que ha consagrado a un torero en la plaza donde le quitó hace un año el añadido a su padre. / El Mundo. CARLOS CRIVELL