Lágrimas de Rioja y oro frente a un tercero espeso y huidizo, otro Cuvillo traidor de guardada guadaña envuelta en papel de caramelo. Mojó Manzanares su muleta cuando no había viento; sería ungüento oloroso para fijar el morro a la bamba y atraer toro cual mágico imán. Movilidad huidiza y traicionera la del toro; sutileza y expresión en el torero, que al querer mandar y domeñar recibió el hachazo como respuesta. El bramido al unísono de la afición herida cuando crecía Manzana en el tercer derechazo majestuoso. Y su infalible espada triunfadora, empeñada en recibir para matar a un toro manso con los chiqueros al rabo. Cites sin respuesta, la búsqueda de lo imposible, de algo que nunca llegaría. Pero llegó. Medio se vino el Cuvillo para matar con tres cuartos de acero y toro rodado. La pasión con aditivo de furor.

Fue el momento que reventó la tarde. La lágrima que torea para exponer fue el detonante. Luego llegó la lágrima expresiva de Manzanares y un coloradito de feble carácter y suaves inicios. Parecía el torito de clase cumbre que un día soñó Cuvillo. Solo lo pareció, y con eso fue bastante para que Morante se fuese a buscar el quite del perdón y mostrar la gran intención de su verónica lograda en la rotunda media. Y todos con los vellos de punta.

El coloradito y Manzanares en su lento caminar. Era la promesa constante de una embestida afianzada que nunca llegaba, la promesa constante de una faena bonita que no estallaba en pasión por el romo final de la embestida. Hasta que llegó el instante de un natural en superlenta, el otro chispazo en el cambio de mano, llama que prende mil fuegos, y dos llamaradas finales que queman símbolos nazionalistas y hermanan banderas rojas y amarillas. Y otra vez la espada que mata en embestida, en espera del torero magestuoso siempre. Era el epílogo feliz de una tarde sin final.

Javier Hernández