José Mari Manzanares, el redentor de la tarde. Su presencia en Medellín, única plaza de Sudamérica en la que el alicantino hizo el paseíllo, había cautivado tanto que se convirtió en el imán y el blanco de todos los focos de la corrida.
El listón arriba, y el turno para Manzanares. Sin exigirse demasiado, su capote fue de categoría, a tal punto que metió al público en la faena. Con la muleta, cada trazo valía por el doble, y los muletazos, especialmente por el derecho fueron de gran categoría y estética, ante un toro noble pero que no trascendía lo suficiente.
Es más, en el toreo al natural el diestro alicantino tuvo que exigirse más de la cuenta, y una estocada en dos tiempos, en la que el torero encontró un obstáculo pero que superó en la propia cara, fue muy controvertida y minó la petición de trofeo.
Pero en el quinto, con la tarde en ebullición, Manzanares se superó. El capote, manejado con la misma docilidad y gracia, adquirió una estética contundente. Y ante un toro nada fácil, que embestía con mucho nervio e intensidad, la muleta de José María tuvo que ser más poderosa.
Esa conjunción permitió la grandeza de las series. Donde los muletazos se encadenaban en un solo instante, largo y con aromas eternos, que parecían nunca acabar, en los que el toro persiguió con vibración alrededor del cuerpo del torero que brotaba estética pura.
Esta vez la estocada ayudó a la apoteosis, y las dos orejas fueron el mejor broche para un público que se movilizó por Manzanares.