El diestro José María Manzanares cortó dos orejas ayer en la plaza de Las Ventas en la primera de su comparecencias del ciclo isidril. Su empaque, despaciosidad, su mano derecha y sobre todo la forma de ejecutar la suerte suprema hicieron de la plaza de Las Ventas un hervidero que aclamó al torero hasta alzarle en hombros a la calle Alcalá.
PATRICIA NAVARRO.- LA RAZÓN
El ambiente era hostil. A Manzanares se le esperaba, porque los ecos de Sevilla, Jerez y Valencia hacían mella en la curiosidad. Pero Madrid es otra cosa. Es más fácil estrellar un torero, hundir una faena que sacarle en volandas. Ayer Manzanares manejó la situación. Nos manejó el corazón como quiso y nos deleitó hasta robarnos el alma en el centro del ruedo, en la suerte suprema, a la que no fue a buscar. Esperó su encuentro. En el centro de la plaza, en el ocaso de la tarde, a un punto del anochecer, en el fulgor de la magia, embriagados ya todos de su toreo. Y en ese segundo, expectación máxima, casi desnortados, perdida ya la hora de cierre… Se perfiló Manzanares, llamó al toro, le esperó, encuentro inolvidable y estocada en la yema. En lo más alto del toro. En la cima de Madrid se había puesto ya contra todo pronóstico José María Manzanares en un año para la historia. Moría la tarde, despeñada en parte, precipitada en parte, agonizada en parte… Elevada a su gloria, y la nuestra al borde de las miserias. Manzanares nos indultó de la decepción. Y lo hizo despacito, hasta emborracharnos, nunca a golpe de chupitos, alcohol del bueno. Y con un toro de Núñez del Cuvillo. Otra vez. La eterna historia. Bendita sea. Creyó en «Trapajoso», que desmontó a Chocolate del caballo de picar con una violencia asombrosa. Suavidad de seda entregó el torero en la muleta. Sin preámbulos, ligazón, derechazos, qué belleza. Pero Madrid no regala, mide, exige, y a las figuras, por dos. Aguantó el tirón y derramó torería y un viaje al otro mundo en los derechazos. No encontró el hueco por naturales y en un cambio de mano, la cogida que sufrió fue espeluznante: un trapo a merced del Cuvillo. Recuperó un hilo conductor que tuvo en el temple, la largura y la suavidad los argumentos para que Madrid quedara grabada como la próxima conquista. Y así fue. El estoconazo, desafiando las leyes al buen toro de Cuvillo, en el centro. Tan bello, tan artístico, tan torero, le hizo abrir de par en par la puerta grande, todavía caliente por la que un día antes había salido Talavante. La inmensidad del toreo recreada en 20 minutos. De la nada al todo. Se esmeró en buscar los caminos con el descastado tercero, pero el laberinto se despejó a última hora.
BURLADERO.COM JAVIER HERNÁNDEZ
Una espada para una guerra… sin balas. Para decir bien, con una sola bala. La quemó el aguerrido Juli en el cuarto asalto. Ir a una guerra sin balas es ir a la guerra del maestro Gila, aquella de ¿es el enemigo? Y enemigos, lo que deben ser enemigos para la gran guerra, solo había uno y se llamaba Compañero. Vaya tela.
Una espada solitaria, allí, en el centro del campo de batalla, con la noche profunda ya, el minuto final, en el instante preciso, con un fino capitán tumbado antes en horrible voltereta. Era el capitán Manzanares quien manejaba el sable. Era el capitán de moda, el que allá donde va conquista tierras. Madrid no iba a ser menos. Madrid se rindió al capitán de moda, aunque no hubiera balas, porque tiene espada y sentido para usarla.
Ese momento en el que se decide quién gana o pierde. Era ese momento. Firmaban tablas a una, justas y medidas. Firmaban tablas para emplazarse a otro día, con balas a poder ser. Pero no. El capitán de moda lo es por algo y se inventó su estrategia de matar en los medios, donde nadie lo hacía ya, cómo nadie lo hace nunca. Citó al rival, se vino, clavó su sable en los rubios y rindió Madrid con esa forma de sacar lustre a una lidia con huecos.
El capitán Manzanares, que está moda. Que es capaz de convencer a la inmensa mayoría y en un solo instante preciso. Aunque no haya balas. Aunque no haya toros.
De moda lo ponen sus formas, su capacidad, su pasado histórico y reciente, ganado en buena lid. Y le cantan el trazo largo, su enorme empaque a la hora de vencer, su despacioso ademán para todo. El cambio de mano que causa furor. Aunque no haya balas. Aunque apenas haya toro.
El sexto, con el cuajo olvidado, con los pitones bien puestos, embistió descolgado y sin entrega en una parte primera, regateando esfuerzos en la segunda. De ahí los muchos huecos del capitán Manzanares, del capitán de moda, que hasta fue cogido de mala forma. Antes había sido derribado su soldado, picador de caballería, en un arrebato del toro. Pero ese instante decisivo de la batalla, esa forma de vencer con la espada, convence a quien ya venía convencido. De ahí su premio feliz.
Con el otro enemigo, horrible por su ancha cuerna, que más que bala para quemar en Madrid parecía pirotecnia de las calles levantinas, demostró que no se puede ir a la gran guerra sin balas, sin toros. Y eso es culpa del maestro armero. ¿Quién es el maestro armero? Quien pone las balas para que dispare el capitán. En los toros, debe leerse apoderado. A una guerra como esta vital de Madrid no se puede venir sin toros. De ahí que nadie diera importancia a lo ocurrido con ese tercero.
La única bala auténtica en esta guerra la gozó El Juli. Toro rematado, bastote pero bonito. Y hondo. Toro que se reboza humillado y potente, bala con argumento y potencia. Ese Juli, en plan coronel, que no terminaba de hallar el temple para vencer y convencer. El maestro de gran capacidad sin pulsar la tecla exacta, con la ansiedad de quien teme que vaya a perder en tierra hostil. Forjó su éxito, para nada totalitario, en dos notables series, una a derechas y otra a izquierdas, mediada la brega. Paseó una oreja de peso frágil, cuando en otras guerras ningunearon las macizas.
El resto de la guerra, sin balas. Una vergüenza de guerra. El primero, un amigo. Y El Juli a pasar el puñetero trámite.
Castella venía a la guerra. La deseaba. El más necesitado por vencer entre los ricos. Y lo puso todo; el quite, el cambiado, el ajuste, todo. Pero nadie empujaba nada. Su primero, una birria de agrio estilo. El sobrero que sustituyó a otra birria de Ortigao, un noblón que se esfumó como bala de fogueo.
La guerra sin balas, la guerra donde solo hubo una bala corrida en cuarto lugar, la ganó el capitán Manzanares en ese momento de gloria y moda en el que todo empuja a favor si descubres la genialidad de una espada perfecta y a tiempo.
QUÉ BONITO MANZANARES.- EL PAIS.- ANTONIO LORCA
Eran ya las nueve y veinte, noche cerrada en Madrid, cielo encapotado, cuatro gotas inoportunas que ya habían caído, y un torero por nombre José María Manzanares, que, contra todo pronóstico y para sorpresa del respetable, se lleva al sexto toro a la mismísima boca de riego, se perfila con parsimonia para entrar a matar -en la plaza no se oye ni el aleteo de una mosca, le gente aguanta la respiración, es un segundo, dos, no más-, le echa la muleta a la cara, el animal obedece, el torero lo espera y el estoque lo entierra a cámara lenta hasta la gamuza en el mismo hoyo de las agujas. Las Ventas explotó de emoción, conmocionada, arrebatada ante un momento de torería indescriptible. Las dos orejas fueron a parar a las manos del diestro, y a hombros, entre la algarabía de un gentío alborozado, cruzó la Puerta Grande de Madrid. ¡Qué bonito, Manzanares..!
Increíble, pero cierto. Dos milagros en dos días. Ni al guionista más imaginativo se le hubiera ocurrido una película de los hechos como los vividos en la Feria de San Isidro. La corrida de ayer se despeñaba por una ruinosa pendiente, cuando por la gloria misteriosa del toreo se convirtió en un dechado de felicidad. Lo que son las cosas…
La lidia de ese sexto comenzó de mala manera. Trapajoso, que así se llamaba el toro, derribó al picador Chocolate, que se dio un costalazo del que se va a acordar durante mucho tiempo, y lesionó al caballo. Se lució Curro Javier con los palos. Y aparece el maestro, sereno, sin prisas, elegante, y dibuja tres muletazos con la mano derecha, embrujados de torería, que hicieron retumbar los tendidos. Y así continuó casi toda la faena, por derechazos larguísimos, hondos, trazados con plena suavidad, embarcando a la perfección la noble embestida del toro; un cambio de manos preñado de armonía; otro y, al final del mismo, una voltereta fea y el torero queda prendido en el pitón izquierdo, de la que sale extrañamente ileso. Y un trincherazo. La plaza enloquecida. No era solo la categoría de los muletazos, que también, sino el aroma que desprende este torero en sus andares, en la forma de estar y salir de la cara del toro, en las pausas, en los desplantes… ¡Qué importancia adquiere el toreo en sus manos..! Ya era de noche, las nueve y veinte, cuando, para sorpresa de todos, se llevó el toro a la boca de riego y se perfiló para matar, y…
La gloria. Por un momento, se vivió la gloria eterna del toreo. Los tendidos se tiñeron de blancos pañuelos, y el presidente no tuvo duda: las dos orejas, los máximos trofeos, para el torero más en forma del momento, para el artista consumado.
Uf… La emoción agota…
Hubo, no obstante, otro momento pleno de interés. Ocurrió en el cuarto, un toro encastado, con genio, con el que El Juli se sacó la espina de su anodina labor ante el muy noble y tontorrón primero. Asentó las zapatillas, sometió a su oponente, lo embarcó en la muleta y ligó diversas tandas en un palmo de terreno. Fue una faena de poder a poder, entre un animal codicioso y un torero en el punto culminante de la técnica. Allá por la quinta tanda, la mejor de todas, los muletazos nacieron de un mando extraordinario, y de una entrega y una firmeza ilimitadas. En el éxtasis de su capacidad dominadora, se pasa la muleta a la izquierda y dibuja naturales de categoría.
Pero el aburrimiento mata. Y de todo hubo en este festejo, cargado de expectación que, por momentos, se balanceó hacia el abismo de la sosería por obra y gracia de toros y toreros.
Atrás quedó el pobre espectáculo del bonachón e impresentable primero, con una cara de bueno que daba lástima; atrás quedó la pelea de pobres resultados de Manzanares con el tercero, con el que no acabó de estar a gusto y en el que abundaron los muletazos enganchados. O la mala suerte de un valiente Castella, que solo pudo darse un arrimón con el muy protestado y anovillado segundo, y otro con el desclasado quinto.
Pero nunca la felicidad es completa. No hay derecho a que las figuras vengan a Madrid y sean incapaces de lidiar una corrida completa. Y de los toros aprobados, varios impresentables e impropios de plazas de segunda. No hay derecho, tampoco, a que algunos aficionados confundan la exigencia con la inoportunidad de gritos fuera de lugar contra los toreros. Afortunadamente, todo quedó ayer borrado por el nuevo milagro del arte, por la explosión de la fiesta de los toros. Esa muchedumbre que esperó a Manzanares a la vera misma de la calle de Alcalá parecía una foto de otra época, de cuando el espectáculo taurino vivía todo su esplendor. Como ayer…
JOSE ANTONIO DEL MORAL, LA GACETA
La agresiva fealdad del tercero aplacó momentáneamente a los de Veri hasta retomar los dicterios cuando Manzanares, muy molestado por el viento, daba fin a una faena en la que hubo de todo por los repentinos cambios que pegó el noble aunque cada vez menos grato animal. Junto a muletazos extraordinarios, otros enganchados cada vez que el toro se defendía por arriba y más apoyos que desdenes entre el público que, en su mayoría, respetó al alicantino. Sobre todo, cuando mató de estocada en la suerte de recibir. Tablas, pues, con las espadas en alto de cuantos se quedaron con las ganas de reventar al torero.
Con mucha suavidad lanceó Manzanares al bravo y noble sexto, al que cuajó primero por redondos señoriales cerrando con un sensacional cambio de mano para seguir con más redondos en medio del silencio expectante de la plaza, absorta y emocionada con el alicantino, ayer autor de lo mejor con mucho de una tarde que empezó tan cuesta arriba y terminó subyugada con sus naturalísimos naturales, sin que le importara lo que unos cuantos le pidieron, que se cruzara tras cada muletazo, algo inconveniente para poder ligar la tanda. Al ligar un redondo al de pecho, fue alcanzado por el toro y lanzado por los aires, sin que el percance le amilanara lo más mínimo y continuó toreando con el mismo señorío y majestad. En los mismos medios lo mató de otra sensacional estocada en la suerte de recibir, proclamándose triunfador indiscutible de la enrarecida jornada, con dos orejas en sus manos y triunfal salida a hombros por la puerta grande. Habemus Papam. Aleluya.
EL MUNDO.- ZABALA DE LA SERNA
El acero centelleó bajo la luz de los focos. Como una bala trazadora bajo las luces anaranjadas. José María Manzanares lo empuñaba sobre la mismísima boca de riego. La taleguilla desgajada y la mirada cargada de fe. Caía la noche y un silencio de cementerio convocaba la muerte del toro. Un trueno de voz provocó la arrancada. La suerte lo recibió con el matador de roca como rompeolas de su última embestida. Un fulgor. La belleza insuperable del espadazo conmocionó con su brutalidad la plaza. La seguridad con la que Manzanares afrontó la hora suprema alucinó. De tal modo que la pañolada no se detuvo en una sola oreja, que por sí misma valía la escultura de la estocada en la suerte de recibir. La otra corrió de parte del público y el presidente, como una segunda ronda de cañas. «Pago yo», dijo Julio Martínez.
La voltereta de horror que había sufrido no le cambiaron la actitud. Al torero, digo. Contó todo: el durísimo percance, la belleza de la primera parte de la faena, el sereno estar después. La PuertaGrande se suma a la
del Príncipe. Y a las de Valencia, Castellón, Valladolid, que cuentan pero no pesan igual. El momento manzanarista vuela por encima de las dudas que puede generar esta salida a hombros, el eslabón de una cadena que coronaMadrid sin atender al rigor estricto de Madrid. Manzanares aquilata ahora mismo una serenidad pasmosa. Para dejar meter a los toros la cara, para esperarlos y templar. Tres rítmicas tandas de redondos macizos, un pase de pecho inmenso, captaron la atención de una plaza revoltosa, alterada por los bailes de corrales matinales, por la presencia de las figuras, que suele convertir Las Ventas en un manicomio bipolar. La faena basculó hacia los medios y chiqueros. Se echó en falta luego, aunque también durante, la presentación de la izquierda un tanto antes. Cuando apareció, el buen toro estaba en tono menor. Le costaba seguir las telas. En un cambio de mano se le quedó por debajo. La cogida tuvo todos los ingredientes para afirmar que no se escapaba: lo giró sobre el pitón. Recordó a la de José Tomás en Aguascalientes. Menos violenta quizá. La punta desgarró la seda pero no la carne. De ahí en adelante, todo está escrito, con el respeto, la admiración y la disensión de la mayoría de la plaza. Manzanares cumplió una labor de escudo para no hablar de otras cosas de fealdad, enjuagues de entrebambalinas, donde, como diría House, everybody lies (todo el mundo miente). Fue Manzanares el único de la esperada terna que sorteó dos cuvillos. Éste, de buena cara y terciada anatomía, y el buey Apis del tercero, que embistió con la clase de una lata de magro. Entonces el ídolo de Sevilla aún no se había citado con el temple, aunque ya había templado la espada.
En medio de una tarde hostil, falló la profecía. Esta corrida de sables estuvo a punto de convertirse en corrida de sablazo, pregonada por errores infantiles de toros infantiles en la anterior corrida de Cuvillo. Los prólogos enrarecidos y sin toros alimentan a la caverna, que sale de la cueva y cava trinchera. No pasarán. Las figuras. Y pasaron. Suele pasar, en este mundo tan sin rienda que es la fiesta. Viento duro, tarde dura, mucho más por el ambiente que por una corrida remendada de embestidas incompletas. De todas las profecías, falló una. La que apuntaba a Manzanares para ser medido por venir con el laurel de Sevilla. No fue así, porque el río sumó agua a favor de corriente en una faena suave y natural, de elegancia y despaciosidad a un toro bueno de fondo escaso.
BARQUERITO.- COLPISA
De manos de Manzanares –en ambiente no incondicional pero caso o más que propicio- llegaron unas cuantas y muchas cosas singulares con dos toros de distinta categoría. Un tercero astifino y playero, y por eso el más incómodo de los cuatro cuvillos jugados, que tomaba descolgad el engaño pero sin aire ni empuje para rematar más de tres viajes seguidos en serio. O por claudicar o por humillar tanto que enterraba pitones.
Y un sexto que pareció desde la salida el toro de la tarde: por hechuras –puro Juan Pedro, terciado, armonioso- , y por el galope. Y por el son, cuando dejó de galopar o le empezó a pesar el empleo en los medios, que fue donde el trabajo de Manzanares alcanzó no los mejores logros, pero sí su mayor emoción: el toro, cada vez más perezoso y en corto, se quedó y derrotó en un remate de tanda, prendió a Manzanares por la taleguilla a la altura de la ingle y le pegó una voltereta escalofriante. De ella se levantó sin susto e ileso Manzanares. “Sin mirarse”, sin necesidad de recomponerse. Sin perder el aliento que había en parte perdido la faena antes de la cogida. El desenlace fue una memorable estocada en el mismo platillo de la plaza. No recibiendo, porque la ortodoxia clásica exige un cite con la pierna contraria que aquí no hubo, sino a la espera o al encuentro, y quebrando Manzanares levemente la embestida. A favor de querencia, el toro atendió el reclamo a la voz. Y entonces todo valió el doble, porque una hazaña en los medios vale en Madrid el doble siempre. La gente estaba con y por Manzanares antes de empezar la corrida. Y al doblar el toro de esa estocada tan a pelo se levantó ese júbilo inenarrable tan de los toros. Dos orejas, puerta grande. La rúbrica de la espada contó más que cualquier otra cosa.
El Manzanares refrescado –“en estado de gracia”, repite la gente- ha tomado del toreo de asiento de Morante, que es como beber en los clásicos, elementos sustanciales: engaños más ligeros, el compás de brazos, el toque paciente que exige valor y una manera de llegar a la cara y salir de ella que es del todo nueva. En Manzanares. Y, luego o antes, la propia convicción y la herencia de los genes: cuando el pecho o la cintura acompañan un viaje en rosca gobernado, se siente sobrevolar la estampa de Manzanares padre. Y eso pasó en dos faenas que fueron, en función de toros distintos, muy diferentes. La sencilla, la de la estocada y las dos orejas. La de mayores riesgos y méritos, la del toro burraco y playero que quiso sólo en querencia: las rayas y tablas del sol del tendido 6, que es el único terreno de la plaza de Madrid donde puede faenarse cuando se enreda el viento. Ahí toreó Manzanares con paciencia, encaje seguro, temple y tiento. Con las dos manos. Un obligado de pecho fue obra de arte. Los pases de toreo cambiado, también. De más serio encaje que fuste los lances de recibo del sexto, que se podía torear con el capote, y después, a la fijeza pronta del toro, correspondió Manzanares con su suave muleteo mecido, rematado, roto con un cambio de mano, adornado con un molinete. Ni cruzado ni al hilo, ni de frente ni de perfil, el medio pecho, ligeramente escondida la pierna de carga, salvo en las trincheras o los cambiados por alto al hombro contrario en roscas frondosas como crestas de ola.
MUNDOTORO.COM
Jugar a profetas es jugar a perder cuando esta plaza se desliza hacia la gratitud de lo bueno. Más gratitud después de una voltereta fea y de una estocada de leyenda. Está Manzanares en estado de gracia, vive en el Olimpo de los Dioses.
Qué difícil es llegar donde ha llegado Manzanares. Ahí donde te dan de más lo que antes te quitaban. Y allí donde, en unos años, tratarán de quitarte lo que te dieron de más. Estamos en paz. Que aquí nadie regala nada. Es mi opinión respecto al debate, a bote pronto, de una Puerta Grande unánime pero no rotunda. A veces lo unánime y lo rotundo se juntan, otras no. No fue toro rotundo para el arte de torear, a años luz del de Sevilla, y en paridad, Manzanares hará faenas mejores en esta plaza a toros mejores. Fue el Cuvillo bueno en los finales sólo en un tramo de la faena, a menos a medida que avanzaba hacia los medios para apagarse sin escándalo. En ese camino, Manzanares dio rienda suelta a su crecer en naturalidad y despaciosidad, sumando ecos en los tendidos. Una conquista de una tarde que pasó de hostil a escéptica y de ahí a grata. Grata de gratitud pues toda la ira de la contra se adormeció en tres tandas con la derecha de cites, enganches, embarques y trazos limpios y de un empaque que imanta. Tres con un cambio de mano portentoso.
Con ese toro bajo agujas y serio de cara, de trapío justo y justo fondo, sólo la negación de las profecías puede lograr el milagro final. A la que se echó la muleta a la izquierda, el toro ya se apagaba, cara más por arriba. Y al no poder tirar de él, se quedó en la cara y le enganchó feo, sin que el pitón hiciera carne cerca de la ingle. Siguió Manzanares como si nada hubiera pasado, con la derecha, y se llevo el toro a la boca de riego para dejar una estocada recibiendo de poema. Despacio la muleta, despaciosa espera, despacioso y portentoso emboque, despacioso vaciarse. Todo sumó y la petición fue unánime. Unánime no significa rotunda, aunque a veces coincidan, como lo de ayer de Talavante. Pero lo de ayer no ningunea a lo de hoy porque el toreo, como la faena de Manzanares, es sumar. Por eso la unanimidad de Manzanares se suma y no ningunea a la rotundidad sin unanimidad de El Juli.
Rotundo por mano baja por poder por capacidad. Faena rotunda. Pero con votos en contra y por tanto no unánime. Cada cual elegirá que es más importante. Estrecho de sienes y de piel basta, con cuello, rompió el Cuvillo ya en la primera tanda de poder, de toreo exigente con la mano, no la muleta, agarrando puñados de arena de tan baja. Le protestó el toro por el pitón izquierdo y sumó otras más de estrépito con la mano derecha antes de una estocada de león, algo desprendida. Esa forma de torear de poder contundente y mando soberbio suma a esa otra faena de seda Manzanares. Y se suma a la actitud de Castella en otra faena buena, la que hizo a su primer toro, que aprendió pronto por el lado izquierdo, luego de colarse feo, tras una tanda muy buena. A la siguiente se metió por dentro y sin humillar. Igual hizo por el lado derecho: tragarse una buena y aprender en la siguiente. Todo en los medios, con el viento en huracán. Bien el torero, responsable y dando la cara.
Fue una lástima enrarecer la corrida, alimentar a las bestias .Pues era tarde de ruido de sables, de choque de trenes. No defraudó porque estos toreros son muy buenos. Mucho. Pero la lidia al primero, un Ortigao sin raza, re quedó en el buen capote de El Juli. La del tercero, burraco abierto de cara y sin clase, en una faena de Manzanares larga y mezclando muletazos muy buenos con enganchones. Y la del sobrero de Carmen Segovia, toro de cara alta y sin fondo, la voluntad de Castellla. Remontó la tarde con los toreros, con la rotundidad de El Juli la unanimidad de Manzanares, que no es medido por alcanzar el Olimpo, sino esperado. Una profecía no cumplida. Grata. Las profecías a veces son tan estúpidas como preocupantes. Como la de Nostradamus. El mundo se va al pedo. Oh. Ah. En el año 3979. O sea, mañana mismo. Disfrutemos pues. De los Dioses del Olimpo.