José María Manzanares salió a hombros de la plaza de toros de Jerez tras firmar dos faenas de muy diferente corte pero ambas de enorme mérito.
 
Recibió a la verónica al primero, un toro acapachado y pasadito de kilos de Núñez del Cuvillo. Se encajó con él pero el escaso celo del animal impidió mayor lucimiento. Cogió al caballo por el pecho y derribó a Paco María. Sin celo y con la raza justa, salía muy suelto hasta que Manzanares se quedó solo con él y exprimió sus escasas embestidas a base de lo que necesitaba: tiempo y distancia. Los de pecho fueron larguísimos. Su mano izquierda, la suavidad. La derecha empaque y elegancia. Las tandas se antojaron cortas, así las planteó para que el de Cuvillo durara y aquello luciera.  Lo puso todo él, incluso en la suerte suprema. Esta vez el cañón disparó de forma fulminante a la segunda y cayó la oreja.
 
Otra cobró del que cerraba plaza. Perdió las manos al poco de salir cuando más encajado estaba toreando Manzanares. Ordenó a los suyos que cuidaran al de Cuvillo, que lo ayudaran en la embestida, que le empujaran con corazón. Lo necesitaba. A buen nivel la cuadrilla.
Poquísimo tiempo tardó el diestro en enroscarse al noble animal a la cintura. La muleta en su mano derecha tuvo la firmeza y la suavidad de los elegidos. Extraordinarias tandas que iban creciendo en intensidad. Como si de una partitura se tratase, Manzanares interpretó su mejor toreo. La mano izquierda derrochaba naturalidad y los de pecho por ambos pitones fueron eternos. Empaque, verticalidad y toreo profundo, el que simpre emocionó… Rugió Jerez con un diestro que artísticamente atraviesa su mejor momento. Unos ayudados finales de hermosura añeja precedieron a una enorme estocada al segundo intento.  Oreja y puerta grande.