Si al público asistente le preguntaran dentro de unos años qué recuerdan de la tarde en la que José María Manzanares cortó un rabo en Arles, seguramente sería la imagen de un espadazo recibiendo a veinte metros de distancia, difícil de olvidar. Inaudita estocada.

Pero seguramente muchos otros recordarán lo lento que toreó el alicantino al último toro de la tarde. La despaciosidad y calidad de su tauromaquia. Enroscándose el toro a la cintura conformando una figura digna de admirar.

Con un puñado de verónicas de gusto exquisito recibió al sexto toro de Domingo Hernández, un animal que tuvo la gran fortuna de caer en unas manos tan prodigiosas que taparon sus defectos.  Lo mejor estaba por llegar. Despaciosidad absoluta, dibujo del toreo añejo perfeccionado con un burel al que no le sobraba la raza ni la fuerza, aunque Manzanares hiciera que lo pareciera. Un eterno cambio y un par de circulares que detuvieron el tiempo levantaron al público de sus asientos. Templadísimo estuvo con su mano derecha. Expuso con un pase cambiado en los medios donde más incomodaba el viento. Y se la jugó cuando, para sorpresa de todos los presentes, se perfiló para entrar a matar en la suerte de recibir a unos veinte metros del animal. Citó, aguantó, se le vino el toro encima y acabó con él de un fulminante espadazo. El público enloqueció y el alicantino paseó los máximos trofeos.

Con absoluta solvencia y envidiable raza hizo frente a todas las adversidades que ofreció el primer toro, que fue todo brusquedad desde salida. Ya al principio se colaba en el capote e intentó siempre sorprender a un Manzanares dominante. Le ganó la partida por el pitón derecho y encauzó la dudosa y malintencionada embestida de un animal sin clase alguna. Surgieron series de derechazos de emoción. Por el lado izquierdo, el animal se vio vencido. Estocada entera al segundo intento tras la que saludó una calurosa ovación. El triunfo habría sido mayor si lo mata de primeras.