M.A. Hierro Cultoro.com
Ya se ennegrecía el cielo claro que había regalado a Sevilla las horas de tórrido sol. Ya le iba cayendo el manto de la noche cuando lo mirabaManzanares de rodillas, frente a la puerta del miedo donde le había llevado su compromiso con La Maestranza y con el toreo. Allí, haciendo más largo aún el momento en que se afloja cualquier rodilla, imploraba que fuera el sexto el que evitase que se quedara sin premio todo el argumento de dos horas atrás.
En el callejón, frente a él y con el corazón en un puño, el padre transmitía sapiencia e incertidumbre a partes iguales, recordando y obligándose a olvidar el día que el destino lo puso a él en la misma tesitura. Y el cielo andaluz, de Sevilla, escuchó a uno y a otro para conjugar el toreo, para soltar el amasijo de sentimientos que le desgarraban la barriga y abandonarse a la muñeca, el trapo y los vuelos. Fue con el sexto. El último. El de Juan Pedro.
Tres largas le sopló el Manzana rodillas en tierra, y una media sin levantarse, lenta, cadenciosa, saboreada y milagrera para que La Maestranza, en pie, volviese a creer en el Dios del toreo. El mismo que le pidió arrestos con la ovación de Sevilla, antes de cruzar el ruedo camino de la inmolación, y que le susurró el ralentí para que volasen limpias y bellas las tafalleras del quite y sonase barriguero el olé con la tijerilla del broche. Escuchó su plegaria el cielo, que era andaluz. De Sevilla.
Así arrancó el son del maestro Tejera cuando ofreció la montera al público en el único brindis de la tarde y asentó talón para esperar en la distancia al juampedro con motor y humillación. Para inventar la velocidad del trapo y reventar al animal con el ralentí más lento. No cabía la media tinta, metida la noche en sueño. Una, dos, tres tandas de plaza en pie y vuelo al albero para acariciar con la zurda y rematar por abajo la volcada entrega de torero y toro. Se arrancaron las palmas por bulerías en el tendido antes de matarlo en la suerte de recibir y pasear las dos orejas. Nadie se movió mientras daba la vuelta al ruedo. Sevilla volvía a ser suya. De Josemari.
Un Josemari que plantó cara a la tarde y no la volvió con la adversidad. Cinco toros arrastrados con las orejas puestas, la impaciencia canallesca recordando comparaciones y la propia ansiedad exigiendo armas al hombre y solución al torero. Para todo tuvo una, aunque no le diera trofeos. Sobre él estaban las miradas del repleto tendido y el cielo azul, el andaluz, para que hiciera el toreo.
Lo hizo lanceando con cadencia al de Cuvillo de justo fondo, ofreciendo trapo en tandas cortas y tiempos largos. Y en los bellos doblones que sometieron al de Domingo Hernández, sin separarle del morro el trapo para trazar su clase y su profunda humillación de cara vuelta. El poco fondo de uno y el mal acero del otro echaron las orejas al olvido. No quiso que las pasease el cielo andaluz.
Sobó al Victorino por abajo después del frenazo y la ovación al gris, que cambió de lado el torero con un recorte de cante grande en el centro del platillo. No fue bueno el de Las Tiesas, aunque aprovechaseJosemari la humillación a zurdas para trazarle poderosa una gran tanda al natural. Después, reserva mansurrona, gazapeo y reponedora actitud para matarlo con dificultades.
Tampoco quiso el cielo, el cielo andaluz, que mantuviera de pie el de El Pilar su ralentizada forma de meter la cara con clase y hondura. Ni que fuera suficiente el suave trato, el toque sutil y la inteligente forma de dejar al sobrero de Juan Pedro llegar a su querencia cada vez más. Porque no cayó en buen sitio la media estocada y se escapó el pelo al Manzana entre el silencio de desolación.
Pero hubo un sexto y un cielo andaluz, que sonó en el tendido y acogió la obra, que presenció el satisfecho paseo de Manzanares saludando a una grada en pie que le pedía el sobrero. Hubo un sexto y hubo un Dios, el del toreo, que acompañó el compromiso y la apuesta cuando Josemari quiso ser sólo torero.
A.R. del Moral
Se lidiaron seis toros, por este orden, de las siguientes ganaderías: un terciado ejemplar de Núñez del Cuvillo, noble; un toro de Domingo Hernández, con complicaciones; un deslucido y peligroso toro de Victorino Martín; un inválido de El Pilar; un sobrero de Juan Pedro Domecq con peligro sordo; un sexto de Juan Pedro, mal presentado pero de excelente comportamiento y gran duración. Se le pidió la vuelta al ruedo póstuma pero la presidenta Anabel Moreno no la concedió
José María Manzanares (de aguamarina y oro), actuó como único espada cosechando el siguiente balance: ovación; ovación tras aviso; silencio tras aviso; silencio; silencio y dos orejas.
La plaza se llenó hasta la bandera en tarde espléndida y calurosa. Las cuadrillas brillaron a un gran nivel, especialmente Pirri, Chocolate, Curro Javier, Trujillo y Blázquez.
La ovación que sacó del pozo a José María Manzanares fue el momento clave de una tarde que ya se adentraba en la anochecida. El aplauso, intenso, caluroso y sostenido animó al alicantino a cruzarse de parte a parte el enorme ruedo sevillano para hincarse de rodillas delante de la puerta de chiqueros. La difícil apuesta caminaba hacia el abismo y había que echar la moneda al aire sin saber de que lado iba a caer.
Pero el Manzana estaba dispuesto y sacó esa raza que sólo pertenece a las grandes figuras para revocar el ambiente. Una larga a porta gayola, dos más en los medios y unos vibrantes lances a pies juntos que remató con una airosa media verónica de rodillas fueron su declaración de intenciones. El aire estaba dando la vuelta y la plaza de Sevilla se adentraba en uno de esos instantes mágicos que sólo pueden ver y gozar los que están en la plaza.
Los precisos y perfectos puyazos de Chocolate, la excelsa lidia de Juan José Trujillo y el grandioso tercer par que colocó Curro Javier hicieron el resto. El toro anunciaba cosas buenas y el propio Manzanares había tenido ocasión de comprobarlo en un quite por cordobinas rematado en una tijerilla que terminó de subir la tensión argumental de un festejo que recuperaba el pulso de repente.
Lo que vino después es difícil de contar: Manzanares cinceló serie a serie y muletazo a muletazo la que podría ser la mejor faena de su vida. Lo hizo administrando los tiempos, dando respiros al toro, buscando la cadencia y la armonía de los muletazos, de su propia expresión corporal. El trasteo se fue convirtiendo en sinfonía a la vez que el torero se rebozaba en la rácana música de la Maestranza haciendo del pasodoble Cielo Andaluz la mejor banda sonora de su histórica obra.
El toreo fundamental, especialmente por el lado derecho, fue escultura. Y los remates, los cambios de mano y el estar en la plaza se convirtió en una antología que volvió a elevar el techo del alicantino cuando muchos estaban sacando las palas para enterrarlo después del tibio paso por el Domingo de Resurrección y la decepción que había acompañado la lidia de los cinco primeros toros. Lástima que la espada, que entró a la primera y en la suerte de recibir, no fuera esta vez lo suficientemente contundente. Manzanares tuvo que tirar de descabello aunque la magnitud de la obra creada no le impidió cortar dos merecidas orejas. En otro tiempo le habrían sacado por la Puerta del Príncipe.
No había terminado de explayarse por completo con el noble primero. También estuvo a punto de romper la cosa en el trasteo instrumentado al segundo de la tarde pero el pésimo juego del toro de Victorino que dejó para tercer plato fue una ducha de agua gélida. Desmoralizado con el pésimo cuarto, hizo un tremendo esfuerzo con el difícil sobrero que salió en quinto lugar, al que llegó a torear como si fuera bueno. Pero aún quedaba el sexto…
Antonio Lorca El Pais
Es entonces cuando la plaza reacciona, se levanta toda ella y alienta a su torero con una ovación de cariño extremo. Manzanares se resiste a saludar, hundido, quizá, en su más certera intimidad, pero las palmas echan fuego y el torero levanta la vista, toma aire, recupera el ánimo perdido, aprieta el capote y, en un gesto de rabia, enfila con paso firme hacia la puerta de chiqueros, dispuesto, quién sabe, a echar un pulso a su destino.
Se arrodilló en los medios, se tomó su tiempo, rezó, se santiguó y esperó la salida de Guasón, un torete de Juan Pedro Domecq que venía para devolverle momentáneamente la sonrisa. Una larga cambiada y dos más en otros terrenos de la plaza, dos verónicas y una media de rodillas hacen estallar la alegría. El animal era un inválido y así lo demostró en el caballo, pero galopó en banderillas para que se lucieran Curro Javier y Luis Blázquez con los garapullos y Juan José Trujillo con el capote. Brindó Manzanares a su plaza y, entonces, el toro, ese blandengue animal con aspecto de novillo, vino a demostrar que era un artista de los pies a la cabeza, y embistió con fijeza, con recorrido, con suavidad, con calidad suprema, y permitió que Manzanares diera rienda suelta a su estética y dibujara muletazos largos, hondos, hermosos y magníficamente abrochados con el de pecho. Mejor por el lado derecho que por naturales, pero algunos compases de la faena encerraron una exquisita belleza. Le concedieron las dos orejas al torero y se pidió la vuelta al ruedo para Guasón, que no se concedió acertadamente porque su juego en el caballo fue muy deficiente.
Víctor Gª. Rayo. Aplausos.es
Lo vivido en el sexto fue una sucesión de emociones. El público de Sevilla tributó una ovación a Manzanares cuando se preparaba para estoquear el último de una tarde que se hundía. Pero no. Esa sensibilidad animó al alicantino a irse a portagayola a recibir al de Juan Pedro para recetarle tres largas de rodillas y poner la plaza en pie. Gran toro y memorable el tercio de banderillas de la cuadrilla titular obligada a saludar por su matador en un gesto que le honra.
La faena a ese «Guasón», gran toro, al que quitó por tafalleras, fue sencillamente antológica, parsimoniosa y perfecta de principio a fin, de las mejores que ha cuajado Josemari en esta plaza. Llegó a torearlo a cámara lenta pera reencontrarse con su Sevilla y una afición absolutamente entregada. La estocada en la suerte de recibir fue extraordinaria y las dos orejas totalmente merecidas. Manzanares rescataba de la mejor de las maneras una tarde muy difícil por el poco juego de los toros, que por momentos pareció llegar a pesarle sobre todo con la espada, demostrando una fortaleza psíquica envidiable. La Maestranza le pidió la segunda vuelta al ruedo y lo despidió con palmas por bulerías tras insistir un sector del coso en que regalara el sobrero.
CRV Mundotoro
Llenazo. Tarde espléndida. Manzanares ante el reto de su carrera. Ovación en el paseíllo, que se redobla posteriormente y a la que el torero corresponde, saludando montera en mano. Todo parece que saldrá sobre ruedas. Pero como los Toros no son teatro, que diría aquel, falta conocer el libreto, el toro de lidia que saldrá. En este caso, seis. En los cinco primeros actos, la función se va diluyendo. Y esta crónica comienza por el final, justo antes de que saliera el sexto toro, Guasón, precisamente el de menos guasa del encierro, porque resulta nobilísimo.
El torero, hasta entonces, no había logrado ni una vuelta al ruedo. La mayoría del público, casi como un resorte, se pone en pie. Suena una ovación estruendosa, que debió ser pura vitamina para Manzanares, que mira a la puerta de chiqueros. Allá que se marcha. Se hinca de rodillas. Frente a toriles, una larga cambiada. Y otras dos en los medios. Las palmas echan humo. De pie, lancea a verónica y remata con una media de rodillas. La ilusión se dispara. Y crece cuando el torero realiza un quite por tafalleras rematado con una preciosa cordobina. Cuidan al toro en varas. El astado se duele en banderillas, donde se luce Curro Javier; como en la brega lo hace Luis Blázquez.
Manzanares brinda al público. Y entonces el alicantino sirve un dulce postre que hace olvidar un amargo menú previo. Por momentos consigue que el tiempo se ralentice en el albero. Es como si el reloj se tendiera de manecillas caídas sobre la arena y se negara a caminar con el torero convertido en emperador de luces. En ese momento mágico, transfiere al toro a un segundo plano. Impone ritmo y pausas de manera caprichosa y el público queda como hipnotizado. Con la llama del temple en su mano, el fuego crece y decrece a su antojo y consigue que la belleza sea la luz especial de una faena resplandeciente. Especialmente llega en dos series diestras, con el cuerpo relajado, acompañando con la cintura al noble astado y un cambio deslumbrante. El torero parece que ha crecido un palmo. Con la izquierda se saborean un par de naturales. Los remates, como trincherillas o pases del desprecio, son de orfebrería cara. También con la derecha gusta en una tanda que abre con una capeína y en la que baja la mano. Apuesta fuerte en la suerte suprema y lo que apunta a recibir se resuelve con un espadazo al encuentro. Tarda el toro en caer y precisa un golpe de verduguillo. El torero y el público respiran. Dos orejas. Triunfo en el cierre, in extremis.
La historia anterior fue historia de escaso relieve. Con el primer astado, un cuvillo aceptablemente presentado, astifino, flojo, el torero recuerda a su progenitor al dibujar un quite por chicuelinas. Con la muleta, alternó pasajes con muletazos desceñidos con otros de calidad. Falta toro. Con el complicado y blando segundo, de Domingo Hernández, un castaño con volumen, cumplió sin más. El precioso cárdeno de Victorino Martín -recibido con una ovación-, vareado y peligroso, hundió al torero moralmente y estuvo a punto de herirle en un muletazo. Sus hombres de plata, Trujillo y Blázquez se llevan una gran ovación por pares arriesgados.
Al cuarto, de El Pilar, un colorado con clase, pero inválido, apenas si le hicieron sangre para un análisis en el primer tercio. Manzanares, después de varios derrumbes del astado, corta el trasteo. El quinto, con el espectáculo ya tocado, fue devuelto por la presidencia, ante su flojedad. En su lugar, un sobrero de Juan Pedro Domecq, que tras un puyazo perdió varias veces las manos en banderillas. Manzanares -al que su progenitor, en el callejón, le aconseja sobre la lidia- intenta el lucimiento, pero no puede bajarle la mano y el trasteo a media altura no alcanza vuelo.
Como siempre dicen los taurinos, si matar dos toros es complicado, lidiar seis es casi jugar a la ruleta rusa. Si no, que se lo pregunten a varias figuras, incluido Manzanares padre -sufriendo en el callejón lo indecible y vitoreando a su hijo al final-, quien hace 23 años saldó su apuesta sin trofeos. Pero el destino en esta ocasión fue más amable y sonrió al joven Manzanares en el cierre de un festejo, en el que no tuvo la seguridad y contundencia habitual con la espada.
El epílogo, como ya hemos descrito, se acerca a la gloria que debió soñar durante estos días el joven torero alicantino antes de acometer el reto de ayer. Un toro nobilísimo, al que toreó con ritmo y temple, con un público enardecido que, por fin, ya en la anochecida, ondeaba sus pañuelos para solicitar los trofeos en la Maestranza.
R.S. para Estadio Deportivo
José María Manzanares tiñó involuntariamente de suspense su encierro en solitario ayer en la Plaza de La Maestranza, siempre cómplice de un diestro que, sin ser de la tierra, torea como gusta por estas latitudes. Puso todo de su parte el alicantino, que hubo de batallar con unas reses poco colaboradoras para el lucimiento, empezando por el primero, de Núñez del Cuvillo, quizás el mejor de todos antes del broche dorado. Después, los de Domingo Hernández y Victorino Martín lucían mejor estampa que desenvoltura, lo mismo que ocurriera con el de El Pilar.
El astado de Toros de Cortés sería devuelto por flojo, saliendo en su lugar un sobrero de Juan Pedro Domecq que iba a iniciar el idilio del ganadero sevillano con José María Dolls Abellán, verdadero nombre de Manzanares hijo. Duró poco en la pelea, pero el matador logró que la música sonase toreándole con temple, por abajo, con la muleta en su sitio. Un preludio de lo que estaba por llegar desde las mismas cuadras que habían despertado la confianza del respetable.
Tras recolectar ovación, otra ovación, silencio tras un aviso, silencio y, de nuevo, silencio, Manzanares iba a completar en el sexto de la tarde (séptimo, en realidad) la faena ansiada. Para comenzar, la dosis justa de riesgo para ´enganchar´ a La Maestranza. Lo recibió el alicantino a portagayola, como merecía el toro y el aplauso cómplice del coso del Baratillo. Juan Pedro quiso poner de su parte, con lo que únicamente restaba el guiño del destino.
El animal era, sin duda, extraordinario. Bien picado por Trujillo, como antes el Vitorino, respondió a las expectativas con armoniosa belicosidad, entrando al trapo y aguantando hasta el final. Manzanares le dio muerte de una gran estocada en recepción, y el público contempló en pie cómo el toro doblaba las rodillas. Cortó dos orejas con fuerza. Era lo justo, un premio a la constancia y al esfuerzo en la cuarta de la Feria de Abril. Con lleno, claro.